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La historia está depositada de manera indeleble en las grietas de la piel de María Cheuquehuala. Esa anciana sabia tal vez hurgó en sus sentimientos divergentes, en esos cajones desordenados por el tiempo, cuando empezó a tomar fotos del mundo que la rodea con su cámara-lata. El espíritu de los pueblos se nutre de su raíz. El maestro de María le pegaba si ella hablaba en mapudungun. Le quería extirpar su tesoro más preciado, volverla un objeto mudo, cancelar toda noción de pasado y presente. A la comunidad mapuche de Lago Rosario (Chubut) le picó la curiosidad por plasmar imágenes. Dos apasionados de los viajes y la fotografía, los fotógrafos Verónica Mastrosimone y Esteban Widnicky, se instalaron durante tres meses para jugar al juego que más les gusta: enseñar a sacar fotos. En el vestuario del salón de actos de la escuela montaron un laboratorio, armaron cien cámaras estenopeicas –construidas con latas y cajas–, y chicos y grandes a la par se lanzaron, atentos a las variaciones de la luz y a las estampidas del viento, a capturar instantes de la intimidad más desnuda del paisaje, de los rostros, de los objetos, de las tradiciones y las costumbres que retrataron. Un pueblo mapuche. Los ojos de la tierra, que reúne más de 140 fotografías tomadas por los integrantes de la comunidad de Lago Rosario, es un documento que atesora las entrañas de una identidad. El libro, prologado por Osvaldo Bayer, se presenta hoy a las 19.30 en la Casa Nacional del Bicentenario (Riobamba 985), con entrada libre y gratuita.
“No necesitaron otra cosa que fijar la imagen de lo que es auténtico, de lo que vive allí, donde habitan esos pueblos desde hace siglos y que guardan su naturaleza, cantan, bailan y están –señala Bayer–. No quieren ser, quieren estar. Saben que han llegado a la tierra para participar con ella de la vida y luego dejarla tal cual es para los que vienen. Y estas fotos ‘naturales’ nos dicen tal cual son a través de sus imágenes.” Si los sueños siempre “nos revelan las cosas”, como se lee en el epígrafe de una de las fotos del libro, Los ojos de la tierra sería un compendio onírico documentado de los 48 fotógrafos que participaron del taller. Ahí están el modo de ser y sentir, a flor de piel, de Zulma Fritz, Facundo Ledesma, Elbia Clafú, Yamila Carrasco, Nancy Melillanca, Fabián Carrizo, Elcira Cayecul, Matías Millaguala y Cristian Ayllapan, entre otros y otras. “Se puede atravesar el viento helado y registrar para siempre el paisaje amplio por donde recorrieron aquellos que lucharon por sus tierras”, plantean en el epílogo Mastrosimone y Widnicky, dos fotógrafos que con el proyecto Raíces vienen encendiendo luces a lo largo y ancho del monte formoseño o la estepa patagónica, desde que arrancaron en 2005 con el primer taller fotográfico en la comunidad toba de San Carlos (Formosa). De esta experiencia de expandir el universo de la fotografía como medio de expresión a quienes nunca han tenido acceso a esta potente herramienta surgió Un pueblo toba. Lo que narran sus ojos. Las ventas del libro se destinaron a levantar una sala de primeros auxilios para la comunidad toba de San Carlos.
Abdicar de los artificios de los sistemas ópticos para volver a los orígenes. De eso se trata la estenopeica, aquella fotografía que se formaliza sólo con un orificio en una cámara oscura y un papel sensible. “Pudimos armar más de cien cámaras con muchas latas de leche y galletitas –dice Mastrosimone a Página/12–. Comprar cámaras digitales hubiera sido más costoso; pero además, como fotógrafa, cuando se saca con rollo o con estenopeica se decide exactamente qué querés fotografiar. No se sacan diez fotos a la vez. El instante que capturás es ese instante preciso.” Los 48 fotógrafos de la comunidad se armaron de paciencia. No sólo tuvieron que calibrar la mirada para desentrañar la cuestión de la luz. No se puede despachar con una apresurada descalificación al viento patagónico; pero muchos comprendieron súbitamente que era el aguafiestas del juego. Si una ráfaga movía la lata, la toma se arruinaba. “La estenopeica es una lata que tiene un orificio, por donde entra la luz, y un papel foto sensible –describe la fotógrafa–. Como todo lo que vemos proyecta luz, algunos de esos rayos pasan por ese agujerito y se imprimen en el papel. Lo que se imprime es un negativo; después ponemos el negativo sobre otro papel virgen y le proyectamos luz y se hace el positivo. Hay estenopeicas que llevan rollos, pero las que usamos nosotros son más rústicas aún. Podemos reciclar lo que tenemos y la física nos permite hacer fotos con latas o con cajas. Sólo hay que intentarlo. Y realmente se puede.”
La memoria narrativa respira en cada una de las fotos; habla el kultrun, instrumento sagrado que acompaña al tayil (canto sagrado), y los rostros invocan o cantan con las manos y las miradas orientadas hacia el cielo, un horizonte creador en el que se componen sus vidas como gotas de agua en un mar infinito. Bayer apunta a la médula de una belleza que impresiona. “Las imágenes son sabias, así sin proponérselo. Nos están diciendo: la vida de estos seres de siempre es así, el ritmo de lo natural, sin ruidos de motores, sin sirenas de alerta, sin medidores de tierras para dales un valor monetario.” Y habrá que celebrar que alguna vez haya existido Lalün Kushe –araña anciana– que, según cuentan las abuelas de la comunidad mapuche, les enseñó a las mujeres a hilar y a tejer. Caballos, lagos, telares, el frente de una casa sencilla, niños con el eco de sus risas resonando en el aire o ramas de árboles que danzan componen la armoniosa melodía de un eterno presente.
Qué aspectos de la identidad mapuche estallaron en múltiples significados, como una serie de círculos concéntricos que revelan luces y sombras de uno de los pueblos originarios de nuestro territorio. Mastrosimone subraya que muchas comunidades están “devastadas”. “A María, cuando iba a la escuela, el maestro le pegaba si hablaba en mapudungun –recuerda la fotógrafa–. Ahí empezaron a perder la lengua; y sabemos que si se pierde la lengua se pierde la cultura. Cuando se juntaron a charlar sobre qué querían fotografiar, cómo mostrar un paisaje o una ceremonia, reflotaron muchas de las historias de su cultura. La experiencia del taller les sirvió para reavivar la identidad.” La vida puede desplegarse desde otra perspectiva en los pocos segundos que median entre abrir y cerrar los ojos. Tantas imágenes y relatos circularon que ahora necesitan crear el Museo de la Comunidad de Lago Rosario, que albergará el primer Archivo Fotográfico Aborigen. El dinero que se recaude con la venta de Un pueblo mapuche. Los ojos de la tierra se utilizará para la construcción de este museo. Volver a las raíces desde la fotografía. Recordar para no volver a olvidar. Enhebrar historias y culturas con el presente. Este viaje continuará.
“No necesitaron otra cosa que fijar la imagen de lo que es auténtico, de lo que vive allí, donde habitan esos pueblos desde hace siglos y que guardan su naturaleza, cantan, bailan y están –señala Bayer–. No quieren ser, quieren estar. Saben que han llegado a la tierra para participar con ella de la vida y luego dejarla tal cual es para los que vienen. Y estas fotos ‘naturales’ nos dicen tal cual son a través de sus imágenes.” Si los sueños siempre “nos revelan las cosas”, como se lee en el epígrafe de una de las fotos del libro, Los ojos de la tierra sería un compendio onírico documentado de los 48 fotógrafos que participaron del taller. Ahí están el modo de ser y sentir, a flor de piel, de Zulma Fritz, Facundo Ledesma, Elbia Clafú, Yamila Carrasco, Nancy Melillanca, Fabián Carrizo, Elcira Cayecul, Matías Millaguala y Cristian Ayllapan, entre otros y otras. “Se puede atravesar el viento helado y registrar para siempre el paisaje amplio por donde recorrieron aquellos que lucharon por sus tierras”, plantean en el epílogo Mastrosimone y Widnicky, dos fotógrafos que con el proyecto Raíces vienen encendiendo luces a lo largo y ancho del monte formoseño o la estepa patagónica, desde que arrancaron en 2005 con el primer taller fotográfico en la comunidad toba de San Carlos (Formosa). De esta experiencia de expandir el universo de la fotografía como medio de expresión a quienes nunca han tenido acceso a esta potente herramienta surgió Un pueblo toba. Lo que narran sus ojos. Las ventas del libro se destinaron a levantar una sala de primeros auxilios para la comunidad toba de San Carlos.
Abdicar de los artificios de los sistemas ópticos para volver a los orígenes. De eso se trata la estenopeica, aquella fotografía que se formaliza sólo con un orificio en una cámara oscura y un papel sensible. “Pudimos armar más de cien cámaras con muchas latas de leche y galletitas –dice Mastrosimone a Página/12–. Comprar cámaras digitales hubiera sido más costoso; pero además, como fotógrafa, cuando se saca con rollo o con estenopeica se decide exactamente qué querés fotografiar. No se sacan diez fotos a la vez. El instante que capturás es ese instante preciso.” Los 48 fotógrafos de la comunidad se armaron de paciencia. No sólo tuvieron que calibrar la mirada para desentrañar la cuestión de la luz. No se puede despachar con una apresurada descalificación al viento patagónico; pero muchos comprendieron súbitamente que era el aguafiestas del juego. Si una ráfaga movía la lata, la toma se arruinaba. “La estenopeica es una lata que tiene un orificio, por donde entra la luz, y un papel foto sensible –describe la fotógrafa–. Como todo lo que vemos proyecta luz, algunos de esos rayos pasan por ese agujerito y se imprimen en el papel. Lo que se imprime es un negativo; después ponemos el negativo sobre otro papel virgen y le proyectamos luz y se hace el positivo. Hay estenopeicas que llevan rollos, pero las que usamos nosotros son más rústicas aún. Podemos reciclar lo que tenemos y la física nos permite hacer fotos con latas o con cajas. Sólo hay que intentarlo. Y realmente se puede.”
La memoria narrativa respira en cada una de las fotos; habla el kultrun, instrumento sagrado que acompaña al tayil (canto sagrado), y los rostros invocan o cantan con las manos y las miradas orientadas hacia el cielo, un horizonte creador en el que se componen sus vidas como gotas de agua en un mar infinito. Bayer apunta a la médula de una belleza que impresiona. “Las imágenes son sabias, así sin proponérselo. Nos están diciendo: la vida de estos seres de siempre es así, el ritmo de lo natural, sin ruidos de motores, sin sirenas de alerta, sin medidores de tierras para dales un valor monetario.” Y habrá que celebrar que alguna vez haya existido Lalün Kushe –araña anciana– que, según cuentan las abuelas de la comunidad mapuche, les enseñó a las mujeres a hilar y a tejer. Caballos, lagos, telares, el frente de una casa sencilla, niños con el eco de sus risas resonando en el aire o ramas de árboles que danzan componen la armoniosa melodía de un eterno presente.
Qué aspectos de la identidad mapuche estallaron en múltiples significados, como una serie de círculos concéntricos que revelan luces y sombras de uno de los pueblos originarios de nuestro territorio. Mastrosimone subraya que muchas comunidades están “devastadas”. “A María, cuando iba a la escuela, el maestro le pegaba si hablaba en mapudungun –recuerda la fotógrafa–. Ahí empezaron a perder la lengua; y sabemos que si se pierde la lengua se pierde la cultura. Cuando se juntaron a charlar sobre qué querían fotografiar, cómo mostrar un paisaje o una ceremonia, reflotaron muchas de las historias de su cultura. La experiencia del taller les sirvió para reavivar la identidad.” La vida puede desplegarse desde otra perspectiva en los pocos segundos que median entre abrir y cerrar los ojos. Tantas imágenes y relatos circularon que ahora necesitan crear el Museo de la Comunidad de Lago Rosario, que albergará el primer Archivo Fotográfico Aborigen. El dinero que se recaude con la venta de Un pueblo mapuche. Los ojos de la tierra se utilizará para la construcción de este museo. Volver a las raíces desde la fotografía. Recordar para no volver a olvidar. Enhebrar historias y culturas con el presente. Este viaje continuará.