Avatar, de James Cameron, cuenta la historia de un ex-marine discapacitado, enviado desde la Tierra a un planeta distante para infiltrarse en una raza de aborígenes de piel azul, con el fin de persuadirlos de que entreguen a la compañía minera para la que él trabaja todos los recursos naturales de su hogar. Mediante una compleja manipulación biológica, la mente del héroe controla a su “avatar” en el cuerpo de un joven aborigen.
Estos aborígenes son profundamente espirituales y viven en armonía con la naturaleza (pueden enchufar un cable que les sale del cuerpo a caballos y árboles, para comunicarse con ellos). De manera predecible, el marine se enamora de una bella princesa aborigen y se une a los aborígenes en la batalla, ayudándoles a expulsar a los invasores humanos y salvando su planeta. Al final de la película, el héroe transfiere su alma desde su cuerpo humano destrozado a su avatar original, convirtiéndose así en uno de ellos.
Gracias al hiperrealismo 3D de la película, con su combinación de actores reales y de retoques digitales animados, Avatar puede compararse con películas como Quién engañó a Roger Rabbit (1988) o The Matrix (1999). En cada uno de estos filmes, el héroe queda atrapado entre nuestra realidad ordinaria y un universo imaginario –de dibujos animados en Roger Rabbit, de realidad digital en The Matrix, o de la realidad cotidiana digitalmente mejorada del planeta en Avatar. Lo que hay que tener en cuenta es que, aunque la narrativa de Avatar tiene lugar supuestamente en una única realidad “real”, nos encontramos –al nivel de la economía simbólica subyacente– con dos realidades: el mundo ordinario del colonialismo imperialista, por una parte, y un mundo de fantasía poblado por aborígenes que viven en una relación incestuosa con la naturaleza, por otra parte. (Este último mundo no debe confundirse con la miserable realidad actual de los pueblos explotados). El final de la película debe leerse como la plena migración del héroe desde la realidad al mundo de fantasía –como si, en The Matrix, Neo decidiera volver a sumergirse completamente en Matrix.
Lo anterior no significa, sin embargo, que debamos rechazar Avatar en nombre de una aceptación más “auténtica” del mundo real. Si sustraemos la fantasía de la realidad, entonces la realidad misma pierde su consistencia y se desintegra. No se trata de elegir entre “aceptar la realidad o vivir en la fantasía”: si realmente queremos cambiar nuestra realidad social o escapar de ella, lo primero que debemos hacer es cambiar las fantasías que nos hacen acomodarnos a esta realidad. Puesto que el héroe de Avatar no lo hace, su posición subjetiva es lo que Jacques Lacan denominó, refiriéndose a Sade, le dupe de son fantasme (“la víctima de su fantasía”).
Por eso es interesante imaginar una secuela de Avatar en la que, tras un par de años (o tal vez meses) de felicidad, el héroe comienza a sentir una extraña inquietud y a añorar el corrupto universo humano. El origen de este malestar no es sólo que toda realidad, no importa cuán perfecta sea, nos decepciona tarde o temprano. Una fantasía tan perfecta nos decepciona precisamente por su misma perfección: lo que esta perfección indica es que en ella no hay lugar para nosotros, los sujetos que la imaginan.
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